Salceda de Caselas rindió ayer homenaje a José Pardavila Martínez, en el 25 aniversario de su fallecimiento. Al acto acudió un centenar de personas entre familiares, amigos y feligreses que no lo olvidan. Porque Don José fue un sacerdote al que todos en este municipio, y en el vecino Gondomar, recuerdan por su generosidad y empatía sin límites. Ayudó a los que menos tenían y escuchó a quien necesitaban apoyo.
MARÍA CAMPOS - SALCEDA José Pardavila Martínez fue un párroco que, en los años 70, cambió la vida de muchos salcedenses y permaneció en la memoria y en los corazones de todos lo que lo conocieron. No en vano, ayer, 25 años después de su fallecimiento, más de un centenar de personas procedentes de Gondomar y Salceda, le rindieron homenaje.
Don José nació en Hío en el seno de una familia marinera y, de niño, se quedó huérfano. Ingresó en el seminario, donde obtuvo matrículas de honor y, finalizados sus estudios, comenzó a ejercer el sacerdocio; así, en 1969 fue destinada a Salceda donde permaneció siete años en los que dejó una profunda huella que, hoy, trasciende a los que lo conocieron: "cuando se predica con la vida, se predica después de la muerte", asegura Enrique Gil Pérez, organizador de este homenaje que comenzó a las 12 horas con una misa solemne en la iglesia de Santa María de Salceda y continuó con una alegre comida, con banda de gaitas incluida, en Os Agoeiros, en la que quienes lo conocieron contaron anécdotas de su vida a los que, por su juventud, no tuvieron el privilegio. Se rememoraron entonces momentos simpáticos, como "aquella vez en la que un árbitro había perjudicado al Caselas con sus decisiones y, Don José, ataviado con su sotana y paraguas en mano, le asestó un coscorrón", cuenta Florencio Fernández, gran amigo del párroco al que, además, le dedicó un librillo en el que relata su vida en el municipio.
Pero de Don José, lo que más impresionaba no era su forma de ser cercana a todos y campechana, sino su sensibilidad, compasión y bondad sin límites. Maruja Carreiro, su sobrina, todavía hoy se emociona hablando de su tío, con el que vivió desde los 18 años: "su ilusión era ayudar a los pobres", cuenta. Durante la jornada se oye un sinfín de historias que dan cuenta de su humanidad, como por ejemplo, aquella vez en la que Pardavila decidió ayudar a un vecino, que nada tenía, dándole una asignación mensual, que sacaba de su propio bolsillo, hecho que nunca supo el beneficiario, ya que a éste le dijo que la paga procedía del Concello y, tras el fallecimiento del hombre, él mismo se preocupó de preparar el cuerpo y de limpiar su casa para poder velarlo en condiciones. "En todas las parroquias pagaba a los pobres la Seguridad Social del campo", dice su sobrina, "e incluso cuando le diagnosticaron leucemia y ya no podía salir de casa, él nos pidió a nosotros que les llevásemos la paga a los pobres". "Mi tío nunca tuvo una gripe, pero vino esa enfermedad y en ocho meses se lo llevó", prosigue Maruja, quien afirma que está segura de que "el Señor verá que él lo hizo todo en esta vida. Jamás se quejó ni tuvo una palabra mala para nadie. Amó a todos y nunca hizo distinciones entre pobres y ricos, creyentes y ateos. Él era alguien superior y por eso, cuando falleció, la iglesia de Gondomar se llenó. Llegaron autobuses y miles de personas le dieron el último adiós", pero está claro que aquel no fue el último, dado que un cuarto de siglo después, se le sigue homenajeando.
Don José nació en Hío en el seno de una familia marinera y, de niño, se quedó huérfano. Ingresó en el seminario, donde obtuvo matrículas de honor y, finalizados sus estudios, comenzó a ejercer el sacerdocio; así, en 1969 fue destinada a Salceda donde permaneció siete años en los que dejó una profunda huella que, hoy, trasciende a los que lo conocieron: "cuando se predica con la vida, se predica después de la muerte", asegura Enrique Gil Pérez, organizador de este homenaje que comenzó a las 12 horas con una misa solemne en la iglesia de Santa María de Salceda y continuó con una alegre comida, con banda de gaitas incluida, en Os Agoeiros, en la que quienes lo conocieron contaron anécdotas de su vida a los que, por su juventud, no tuvieron el privilegio. Se rememoraron entonces momentos simpáticos, como "aquella vez en la que un árbitro había perjudicado al Caselas con sus decisiones y, Don José, ataviado con su sotana y paraguas en mano, le asestó un coscorrón", cuenta Florencio Fernández, gran amigo del párroco al que, además, le dedicó un librillo en el que relata su vida en el municipio.
Pero de Don José, lo que más impresionaba no era su forma de ser cercana a todos y campechana, sino su sensibilidad, compasión y bondad sin límites. Maruja Carreiro, su sobrina, todavía hoy se emociona hablando de su tío, con el que vivió desde los 18 años: "su ilusión era ayudar a los pobres", cuenta. Durante la jornada se oye un sinfín de historias que dan cuenta de su humanidad, como por ejemplo, aquella vez en la que Pardavila decidió ayudar a un vecino, que nada tenía, dándole una asignación mensual, que sacaba de su propio bolsillo, hecho que nunca supo el beneficiario, ya que a éste le dijo que la paga procedía del Concello y, tras el fallecimiento del hombre, él mismo se preocupó de preparar el cuerpo y de limpiar su casa para poder velarlo en condiciones. "En todas las parroquias pagaba a los pobres la Seguridad Social del campo", dice su sobrina, "e incluso cuando le diagnosticaron leucemia y ya no podía salir de casa, él nos pidió a nosotros que les llevásemos la paga a los pobres". "Mi tío nunca tuvo una gripe, pero vino esa enfermedad y en ocho meses se lo llevó", prosigue Maruja, quien afirma que está segura de que "el Señor verá que él lo hizo todo en esta vida. Jamás se quejó ni tuvo una palabra mala para nadie. Amó a todos y nunca hizo distinciones entre pobres y ricos, creyentes y ateos. Él era alguien superior y por eso, cuando falleció, la iglesia de Gondomar se llenó. Llegaron autobuses y miles de personas le dieron el último adiós", pero está claro que aquel no fue el último, dado que un cuarto de siglo después, se le sigue homenajeando.